
Una vez pasado el campo de maíz ya se vislumbraba la residencia Larrea, también se veía un cumulo de nubes que había avanzado bastante y amenazaba con diluviar en cualquier segundo. Una residencia modesta en la zona de cultivos, rodeada por algunas granjas algo separadas entre si. Una modesta casa de un color amarillo pálido y descascarado, despedía un aire de nostalgia, 25 pasos a la izquierda yacía un galpón de unos diez metros de largo y entre seis y siete de ancho, oxidado por años de clima húmedo.
Al llegar al portón, casi como un reflejo, Mario aplaudió dos veces, al tiempo que Joel desenroscaba una soga que lo mantenía cerrado.
Joel - ¿Qué haces?
Mario – Llamo a ver si hay alguien, vos que haces abriendo de una.
Joel – Te dije que ya me conoce, además tampoco venimos a robar nada, tenemos que dejar esto y nos vamos, no hace falta hablar con nadie. Dale entrá que cierro.
Mario – No seas bestia, es de buena educación saludar al dueño de casa cuando se visita la casa.
Joel – Muy elocuente lo tuyo.
Mario – Me educaron para ser un caballero, las reglas de cortesía son la base de la sociedad. No como vos que no pedís permiso para nada.
Joel – Tampoco para nada, pero no pierdo el tiempo con modales que no sirven para nada más que para tener modales.
Mario – No es solo para tener modales, es lo que se llama cortesía social. Hace que sea más placentero ser de esa sociedad.
Joel – Eso no es lo que hace que sea más placentero ser de una sociedad o de otra, las condiciones sociales en las que vivís son las que hacen eso. La facilidad para trabajar, estudiar, usar espacios públicos, cosas así, no tener modales.
Mario – También eso, pero todo eso se da o no depende de cómo se relaciona la gente de esa sociedad. Y para eso son los modales, para que las relaciones se den correctamente.
Joel – ¿Correctamente? Bancáme que dejo esto.
Una vez re-enroscada la soga y recorrido el camino del portón a la casa, Joel se adelanta en dirección al buzón a la derecha de la puerta. Pero se detiene al pisar el segundo de los cuatro escalones hacia la entrada, viendo que la puerta de la casa se abre y un hombre mayor, Don Larrea, sale a su encuentro.
Larrea – Pero mira quien vino a visitarme, el cadete oficial de los vagos y trajiste un compañero hoy.
Joel – Buen día don Larrea, le traigo un paquete de parte de Rubén.
Mario – Buen día.
Larrea – A ver que me traés.
Ya estando los tres en la puerta de la casa, Joel extiende la mano con el libro. Larrea toma el paquete e inmediatamente rompe sin mucho cuidado el papel madera, descubriendo la primer página de un libro que perdió su portada hace mucho.
Larrea – Ah, mira vos. Este libro yo se lo había prestado a Fernando ¿Me decís que te lo dio Rubén? Se ve que estuvieron teniendo sus propios intercambios esos dos. Que peligro la juventud de estos días.
Mario – Disculpe don Larrea ¿Le puedo hacer una pregunta?
Larrea – Dos.
Mario - ¿Por qué tanto misterio con estos libros? Con eso de mandarlos empaquetados y todo.
Larrea – ¡JA! ¿Te pico el bichito de la curiosidad?
Mario – Un poco, si.
Larrea – Justamente esa es la razón.
Mario – ¿Darme curiosidad es la razón?
Larrea – Exactamente.
Mario – ¿Tan importante es mi curiosidad?
Larrea – No es tu curiosidad en particular la que me interesa. Es la curiosidad social, es plantar una duda, crear un objetivo, desviar las miradas por unos segundos hacia lo desconocido. Pero mejor sigamos adentro que nos vamos a mojar acá afuera. ¿Ya comieron? Estoy preparando un cacho de carne, hay suficiente para tres si no les importa comerla sin papas.
Decía entrando nuevamente en la casa.
Mario – Mira que suerte la nuestra, yo pensando que hoy iba a pasar hambre.
Joel – Dale gordo entra, no sea que hagas dieta un día.
Así también ellos se adentran en la casa
Mario – Permiso.
Contrastando con la imagen deteriorada que despedía la fachada, el interior estaba increíblemente limpio y ordenado. Se encontraban en una sala de estar espaciosa, con una larga mesa en la pared opuesta a la puerta de entrada, una biblioteca ocupaba más de la mitad de la pared izquierda. A la derecha había dos puertas, una pegada a la pared de la puerta de entrada, que entreabierta dejaba ver la cocina, y otra casi en el medio, cerrada. Entre ambas cinco estantes atiborrados de libros y una estatuilla de la Venus de milo convertida en lámpara con cinta de aislar como principal herramienta. La única ventana de la habitación estaba casi pegada a la puerta de entrada.
Desde la cocina se escucha a Don Larrea.
Larrea – Vengan, agárrense un par de platos y lo que necesiten para la mesa.
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